Cuando se conocieron los primeros casos de COVID-19 en el mundo, ACNUR tenía claro cuál era su objetivo: evitar que este virus llegara a poblaciones de refugiados e impedir así una catástrofe. A menudo, los refugiados, por su estado físico y anímico, son doblemente vulnerables ante enfermedades como el COVID-19.
La Agencia empezó entonces a desplegar un plan de respuesta enfocado en la prevención para el que requería 255 millones de dólares y que estaba basado, principalmente, en: campañas informativas, distribución de agua potable y jabón, medidas de distanciamiento social, formación sobre COVID-19 y materiales técnicos y asesoría a los gobiernos. En mayo, ACNUR amplió este presupuesto a 745 millones de dólares.
A la preocupación de ACNUR por ser capaz de proteger a los refugiados del COVID-19 en contextos de emergencia y pobreza, se suma el miedo a las consecuencias que este virus está teniendo en el desarrollo de su trabajo y en la vida de los refugiados.
En marzo de 2020 llegó el COVID-19 y la primera preocupación de ACNUR fue cómo evitar que este virus se propagara entre la población refugiada que es doblemente vulnerable ante cualquier enfermedad y por eso, hay que protegerles especialmente.