Al final de la I Guerra Mundial se contabilizaron 19 millones de víctimas mortales y aproximadamente 20 millones de heridos, la mayoría soldados. Teniendo en cuenta que antes de la guerra, Francia, por poner un ejemplo, tenía solo 40 millones de habitantes, España 20 y Holanda 6, esto suponía una barbaridad.
Tras el conflicto, las potencias que se habían visto envueltas en la guerra decidieron crear la Sociedad de Naciones, una organización que tenía como objetivo mantener la paz: supervisar el desarme, arbitrar en las disputas, garantizar los derechos de las minorías nacionales, las mujeres y los niños, etc. La gravedad de la violencia vivida, la producción masiva y mecánica de la muerte así como el uso de las primeras armas químicas, lo hacían necesario. Lamentablemente, a pesar de los esfuerzos, la Sociedad de Naciones no pudo evitar el surgimiento del fascismo en Italia y el ascenso del nazismo en Alemania ni, por consiguiente, tampoco, la II Guerra Mundial.
Esta guerra trajo consigo, de forma aún más grave que la primera, la devastación general: países destruidos, economía mundial arruinada, cientos de miles de refugiados y 60 millones de muertos. La mayoría, a diferencia de la Primera, eran civiles, entre ellos 6 millones de judíos desaparecidos en campos de exterminio. Las terribles imágenes de estos campos junto con los Juicios de Núremberg, que sacaron a la luz las atrocidades cometidas durante el conflicto, propiciaron un sentimiento general acerca de la necesidad de un cambio en el rumbo que el mundo había tomado.
Fue así como, en la primavera de 1945, gran parte de los países que habían participado en el conflicto se reunieron en San Francisco para crear un organismo internacional que actualizara a la fallida Sociedad de Naciones. El 26 de junio de 1945, 50 países firmaron la Carta de creación de las Naciones Unidas.
A pesar de la buena voluntad de los países participantes, hubo que empujarlos para que hicieran referencia a los Derechos Humanos, cuya presencia había ido ocupando cada vez más espacio en el imaginario de la sociedad occidental desde finales del siglo XVIII. Esta presión provino sobre todo de países latinoamericanos y asiáticos, molestos por la predominancia de las potencias occidentales, y de numerosas organizaciones civiles afincadas mayoritariamente en Norteamérica. Gracias a esta fuerza conjunta, se logró que el Departamento de Estado de los Estados Unidos y países en principio reacios, como Gran Bretaña y Rusia, los incluyeran con el compromiso de que las Naciones Unidas nunca intervendrían en los asuntos domésticos.
Si bien la aparición de los Derechos Humanos en la Carta se redujo a unas cuantas frases, “respeto universal a los derechos humanos y a las libertades fundamentales de todos, sin hacer distinción por motivos de raza, sexo, idioma o religión”, se creó una comisión para redactar una declaración conjunta.
El 10 de diciembre de 1948, la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas aprobó la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Su redacción y su aprobación no hubieran sido posibles sin el esfuerzo personal de Eleonor Roosevelt, primera dama norteamericana y presidenta de la comisión ¿Por qué era necesaria una declaración como ésta? Se explica en el preámbulo de la misma:
“Considerando que el desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos han originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad, y que se ha proclamado, como aspiración más elevada del hombre, el advenimiento de un mundo en que los seres humanos, liberados del temor y de la miseria, disfruten de la libertad de palabra y de la libertad de creencias.”
Preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Para la cristalización de este documento, se necesitaron 172 años desde la declaración de la independencia de los Estados Unidos, pasando por la Declaración de los Derechos del Hombre francesa en 1789, pero sobre todo fue necesaria una profunda transformación de la sociedad.
En el momento en que arreciaba la Guerra fría, la declaración, más que un objetivo a corto plazo, constituyó un compendio de aspiraciones que creaba un conjunto de obligaciones morales para todo el mundo. De este modo y a pesar de que no poseía un mecanismo para su cumplimiento, marcó tanto el debate como la acción política y social de los siguientes 70 años.
La aprobación de este documento no fue la culminación de un proceso sino el inicio de un camino que estamos aun recorriendo. Un sendero en pro de la justicia y las igualdades universales, basado en la empatía como reconocimiento de los derechos inherentes del otro. La defensa y el cumplimiento de la Declaración Universal de los Derechos Humanos se nos presenta hoy como la única vía para garantizar la dignidad humana pero también la propia supervivencia.