Las secuelas de un conflicto armado, cualquiera que sea su grado, no solo se reflejan en las cifras de víctimas mortales, los heridos, las listas de desplazados o incluso...
Las secuelas de un conflicto armado, cualquiera que sea su grado, no solo se reflejan en las cifras de víctimas mortales, los heridos, las listas de desplazados o incluso en la ruptura del tejido familiar y social.
Presenciar un enfrentamiento bélico también tiene efectos negativos en la salud mental y emocional, especialmente en aquellas personas que son testigos directos o indirectos de este tipo de acciones. En la población civil, que en la mayoría de casos se encuentra a merced de los bandos en disputa, esto es todavía más notorio.
A los campos de refugiados instalados en países como Irak, Congo, Líbano o Turquía arriban cientos de personas con secuelas emocionales derivadas del desplazamiento forzoso y la violencia en cualquiera de sus grados.
Amal Bakith forma parte de un grupo de 31 refugiados que en diciembre pasado tuvo que abandonar su país natal, Sudán, para refugiarse en el vecino Sudán del Sur. Allí fueron acogidos en un campo de refugiados construido especialmente para atender esta emergencia humanitaria.
“Fue difícil dejar a mi padre, pero le prometí que pronto volvería a por él”, afirma Amal, quien decidió partir con sus cuatro hijos después de que varios bombardeos destruyeran parte del poblado en el que vivía. “Nuestras casas fueron destruidas y nuestras vidas también lo fueron”, agrega, con gesto serio, durante su travesía.
Amal huye de la violencia que se ha recrudecido en Sudán desde agosto de 2015, tras el incumplimiento de los acuerdos de paz entre el Gobierno y las fuerzas de la oposición. A finales de año, con la llegada del clima seco, los ataques suelen ser mayores.
Pronto llegará al campamento de Ajoung Thok, cerca de la frontera con Sudán del Sur, donde día tras día llegan cientos de sudaneses tratando de borrar las imágenes que han presenciado en medio de la guerra.
Sin embargo, la imagen que persiste en la mente de Amal difícilmente se borrará: la de una bomba, lanzada desde un avión a escasos metros de altura, que cayó cerca de su casa y cuya metralla impactó directamente sobre su padre, causándole una parálisis irreversible de la mitad inferior del cuerpo.
En la actualidad, cerca de 31.000 refugiados viven en el campamento de Ajoung Thok y se espera que durante el año 2016 lleguen otros 19.000.
Los niños son quizá los mayores afectados. También en ellos las imágenes de la guerra persisten y se repiten noche a noche como pesadillas sin término. Un día despiertan en otro lugar, lejos de casa, y descubren que su niñez se ha roto.
En el campamento de Kawergosk, Irak, al que llegan cientos de refugiados que huyen de la guerra de Siria, un grupo de payasos voluntarios quiere devolverles la risa a los niños que han llegado hasta allí. El lema de estos artistas resume bien su objetivo: “Para que los niños vuelvan a ser niños”.
“Nuestro trabajo es el mismo en todos los sitios”, señala Antonio González, uno de los payasos que interactúa con los niños en el campamento. “La risa y la felicidad son dos sentimientos universales. Siempre me emociono al hacer esto”.
La gira de estos artistas, que hasta diciembre del año pasado sumaba 30 espectáculos en 20 días, ha servido para hacer más llevadera la estancia en los campamentos a cerca de 10.000 niños, muchos de los cuales nacieron en alguno de ellos, como el de Kawergosk, o llegaron siendo apenas unos bebés.
“Sin este tipo de actividades los niños se asfixiarían”, afirma Kawther, una mujer siria que hace tres años huyó de su pueblo natal, Al-Qamishli, junto a sus cuatro hijas y su hijo. “Hoy he visto como los niños olvidaban que estaban en un campo de refugiados”, agrega tras asistir al espectáculo de los payasos.