Nuestra compañera Elisa Cortés comparte su experiencia tras viajar a los campos de refugiados donde se lleva a cabo el Proyecto MOM.
"Son tantos sentimientos encontrados los que invaden tu cuerpo cuando estás en un campo de refugiados, que nunca antes me atreví a dejar por escrito cómo me siento cuando estoy allí.
Cuando te comunican que vas a ir, te sientes, en primer lugar, muy afortunada. Afortunada porque somos muchos los que trabajamos cada día para contribuir, dentro de nuestras posibilidades, a buscar ayuda para estas personas, gritando a los cuatro vientos quiénes son, por qué han tenido que abandonar sus hogares, y por qué nosotros, desde la situación privilegiada que vivimos, tenemos la responsabilidad de hacer algo para intentar cambiar las cosas.
Tras viajar durante horas con escalas, llegar a la oficina de la capital, tener una formación de contexto del país y las etnias que viven allí, los lugares en los que se han podido establecer los campos, el acceso a servicios que tienen… te das cuenta de que es solo un ápice de lo que sucede verdaderamente allí.
Lo primero que llama tu atención es que están muy aislados, en tierra de nadie. La carretera pasa del color del asfalto a uno más rojo, con surcos del agua marcados por las lluvias, con un enorme contraste entre un ambiente árido y lugares con vegetación cerca de los ríos. Hace calor, mucho calor, y no encuentras sombra bajo la que cobijarte. Viene a tu cabeza el río que has pasado en el que te encantaría refrescarte, pero has visto cocodrilos al pasar. Imaginas lavar tu ropa cada día con ese pavor. No hay ni un lugar en el que te sientas tranquilo, en el que puedas sentarte a recapacitar sobre el lugar inimaginable en el que estás. Hasta que una mujer, te sonríe de forma dulce, sin dejar atrás su mirada penetrante, madura. Quiere comunicarse contigo. Tiene muchos menos años de los que aparenta y muchas más historias a sus espaldas de las que podrías imaginar. La acompañas andando por caminos rodeados de niños, hay niños por todas partes. Y llegas finalmente a su casa. Huele a leña y cenizas de un pequeño fuego que se apaga con una gran olla encima que contiene un puré hecho del complemento nutricional y agua. La casa está rodeada de unas vallas de arbustos que hacen que tenga una parcela. El sol es muy intenso, tu boca se seca, tu cara suda y los brazos comienzan a picar del sol y el polvo. Cuando te invita dentro de su casa, de su hogar, un gran alivio recorre tus venas. Te sientes reconfortada.
La casa es un pequeño habitáculo, muy oscuro y algo más fresco, hecho de adobe y paja, donde no encuentras más que una estructura en alto hecha por la familia que hace de sofá o de cama, cubierto por una esterilla muy fina, cubos para ir a recoger agua, algún utensilio de cocina y varios niños sentados, ninguno con zapatos. Ahí entiendes que tu hogar, tu refugio, es el único lugar que tienes para encontrarte contigo misma. Por humilde que sea, por pocas pertenencias que tengas, te pertenece y es donde puedes reunirte con los tuyos.
Los días en los campos de refugiados son largos: comienzan con el amanecer y terminan cuando se va el sol. La mayoría no cuentan con luz ni las personas que viven allí tienen linternas para la noche. Las mujeres se levantan y van por leña, por agua, y en el mejor de los casos van al mercado cercano a intercambiar sus pertenencias por otras.
Lo que más sorprende es la dignidad de estas personas. Han pasado días caminando, llegan prácticamente sin nada, las mujeres están al cargo de unos 6 niños cada una, solas, completamente solas. Y las ves caminando tan elegantes, deslizándose como modelos, como panteras, cargadas con kilos de leña y litros de agua en sus cabezas. Aun con todo eso, caminan erguidas, con templanza, con sus hijos en fila delante de ellas, como si asumieran que les ha tocado pasar este duro trecho y debieran llevarlo lo mejor posible.
En este panorama de desolación, las escuelas, los centros nutricionales y los grupos de apoyo de madres son lugares que resplandecen. Son la oportunidad de aprender, de relacionarte, de tener revisiones médicas en las que te sientas atendido y poder superar las situaciones traumáticas por las que has pasado.
Y es que las refugiadas no lloran. Son supervivientes. Ni cuando te cuentan los episodios que han vivido, ni cuando tienen entre sus brazos a su bebé con desnutrición severa agravada por la malaria y la incertidumbre de si sobrevivirá. Es tanto el dolor al que se someten que no les quedan lágrimas. A su lado, me siento débil, me siento egoísta de que mis diminutos problemas me quiten el sueño. Siento que no sería capaz de someterme a tanto desamparo, a tanto desarraigo, a esa sensación de que no le importas a nadie. Y es ahí cuando vuelvo a conectar con mi realidad, a sentirme afortunada por poder compartir algo de mi tiempo con ellos, aprender de tanta fortaleza y tener claro que es un regalo poder trabajar contándole al mundo lo que pasa allí. Y es que ningún billete te acerca a imaginar a lo que se enfrenta el corazón de un refugiado."
Elisa Cortés, Responsable de Alianzas Estratégicas Internacionales.