Brenda vivía en Honduras con su pareja y 3 de sus hijos cuando sufrió abusos, violaciones y palizas de su novio, uno de los líderes de las maras en Honduras. A su hijo Gabriel, de sólo 9 años, no le gusta recordar lo sucedido.
“Vino a casa completamente loco una noche, agarró a mi madre del pelo e hizo ¡Pum! ¡Pum! ¡Pum! Cuando acabó con mi madre, todos estábamos manchados de sangre”, cuenta Gabriel imitando los puñetazos que cayeron sobre Brenda.
Acto seguido, la mujer de 39 años cogió desesperada a sus dos hijos y fue a la policía para denunciar que llevaba años sufriendo violencia doméstica. “Lo siento, no podemos hacer nada por ti” fue la respuesta que recibió. Su pareja es un líder de la banda que domina el barrio de San Pedro Sula en Honduras y los oficiales no quisieron tramitar la denuncia por miedo represalias de las maras.
Las bandas callejeras emergieron en el caos de las guerras civiles que destruyeron El Salvador y Guatemala en los 80. El legado del conflicto y la pobreza hicieron crecer la corrupción y el poder de las bandas hasta nuestros días. En países como Honduras, dominados por las bandas o maras, la historia de Brenda es una de muchas. La violencia de las pandillas y el machismo que viven muchas mujeres las convierte en esclavas y víctimas habituales de la violencia doméstica.
“Te cortaré los pies si alguna vez intentas escapar”, fue una de las últimas amenazas de su novio. Su banda se extendía fuera de la ciudad por lo que, abandonada por las autoridades, Brenda no vio otra salida que abandonar el país.
Cuando la hija mayor de Brenda se vio obligada a marcharse de su casa, se vio sin un lugar donde dormir ni dinero para mantenerse. Un hombre joven le ofreció una casa donde quedarse. Al principio fue dulce con ella, pero pronto empezó a controlarla y Erica se convirtió en otra mujer cautiva de un pandillero. Aunque no llegó a ser tan violento como la pareja de su madre, Erica pasó a ser prisionera: no le estaba permitido trabajar ni hablar con su madre.
Brenda ya había visto cómo su hijo de 9 años se volvía violento hacia su hermana pequeña. Su padre le había enseñado que así es como un hombre tiene que llevar una casa. “Empiezan a reclutar niños de la edad de Gabriel. Querían darle teléfonos móviles, zapatos y ropa que le convirtiera en un gangster”, recuerda Brenda. Tras meses lejos de su padre, Gabriel ha vuelto a ser dulce con su hermana y se descompone recordando de lo que fue testigo. Ahora, Brenda y sus cuatro hijos viven en Tapachula, México, en una habitación con dos colchones, una hamaca y una pequeña televisión. Allí reciben protección de la Comisión Mexicana de Ayuda a los Refugiados.
“Una noche cogí un cuchillo e intenté cortarme las venas, pero paré. Tengo hijos, no puedo dejarles con este hombre”
Brenda, víctima de la violencia de género.
Gracias a la nueva legislación de 2011, COMAR ahora cuida de las víctimas de violencia doméstica y de género como personas refugiadas y Brenda puede vivir protegida en México en espera de un permiso de residencia. Ahora, sobreviven con el apoyo de ACNUR, la Agencia de la ONU para los Refugiados y acuden a un centro gestionado por el gobierno. Unas 1.600 personas refugiadas en México reciben actualmente este apoyo.
“Solíamos servir sobre todo a niños de la calle que vienen de trabajar en Guatemala como camellos, pero últimamente hay una gran demanda de refugiados, sobre todo mujeres solas con sus hijos”, cuenta la directora del centro. Mujeres y niños acuden al centro para comer, recibir ayuda psicológica, aprender a leer y escribir o ducharse. Los hijos de Brenda, que llegaron al centro sin más ropa que la puesta, han conseguido algo más con lo que vestirse.
“Los niños están aliviados de estar lejos de su padre. No tienen que ver cosas ni oírme gritar nunca más”, cuenta Brenda.