Es marzo de 2020 y estoy en un colegio en Peshawar, la capital de Pakistán. Esta escuela lleva abierta más de dos décadas y es responsable de la educación de cientos de refugiados afganos, principalmente varones. Es una de las escuelas para refugiados más antiguas de la ciudad, y está situada en un rincón de la zona más concurrida de la misma. Cuando la encontré, era pequeña y parecía abandonada. En la entrada había unas pocas plantas escuálidas y muy cerca discurrían las aguas residuales de las alcantarillas.
En un aula pequeña y mal iluminada un grupo de adolescentes están sentados en el suelo sobre una vieja alfombra. Sus voces pueden oírse desde el pasillo. Repiten frases de un libro de texto. Cuando entro en la clase, veo unas sonrisas enormes.
Soy refugiada, mujer, afgana, estudiante universitaria e investigadora. Y me siento afortunada, pues voy a entrevistar a algunos alumnos de secundaria como parte de un gran estudio pionero sobre la educación de los refugiados. El proyecto se titula Las voces de la juventud refugiada, y se centra en la población refugiada en Pakistán y Ruanda.
Utilizamos encuestas, entrevistas y grupos de discusión en los que participan estudiantes refugiados para ayudarnos a comprender el papel que desempeña la educación en sus vidas. Con la información que obtenemos, pretendemos ayudar a los gobiernos y a las organizaciones internacionales y nacionales a planificar mejor su apoyo a los refugiados.
Después de presentarme a la clase, un chico en una esquina dijo que quería ser el primero en ser entrevistado. Con 17 años, este refugiado afgano -llamémosle Ali para no revelar su verdadero nombre por motivos de protección- habló con verdadera pasión. Su padre era agricultor en un pueblo cercano a Jalalabad, en Afganistán. Vivían bajo la constante amenaza de la violencia. Sus padres querían que estuviera a salvo y lo enviaron al vecino Pakistán. Para ellos, Ali representa la mejor esperanza de la familia, incluso la única. Querían protegerlo.
En Pakistán, tuvo la oportunidad de ir a la escuela. Ali me contó que tenía dos trabajos para poder cubrir los gastos de la escuela: recoger botellas de plástico y cartones viejos de las calles para venderlos y dar clases de inglés. Gracias a un antiguo profesor, se había convertido en uno de los mejores estudiantes de inglés. Ahora, de manera voluntaria, ayudaba a sus compañeros a aprender el idioma.
"Estudio y trabajo duro para poder convertirme en ingeniero y reconstruir mi país".
Ali.
Su única ventaja era su género. En muchas familias de refugiados afganos, la educación de los niños tiene prioridad sobre la de las niñas, o la educación de las niñas se considera indeseable o aceptable solo hasta la pubertad.
Hace unos meses contacté con Ali. Ya ha terminado la escuela secundaria. Está ahorrando para poder pagar la universidad, pero necesita cientos de dólares para hacerlo. Si no logra conseguir los recursos que necesita, tendrá que renunciar a todos los trabajos que dependen de la educación superior. La situación en Afganistán es de gran incertidumbre. Para Ali, el regreso a su pueblo no es una opción hasta que haya paz.
"Imagina tener que trabajar hasta medianoche para ganar algo de dinero en lugar de estudiar. Así es como estoy viviendo mi vida como refugiado. Pero sé que puedo cambiar mi destino".
Visitar la escuela de Ali en Peshawar me hizo retroceder a los días en que yo misma salía de casa para empezar la jornada escolar. De hecho, escribo estas líneas como refugiada afgana, nacida y criada en Pakistán. Mi familia abandonó Afganistán a principios de la década de 1990. Me considero muy afortunada: tuve la oportunidad de aprender, explorar y desarrollarme. En 2017, conseguí una beca gracias al programa DAFI, apoyado por ACNUR, en una de las principales universidades de Pakistán.
Recuerdo bien mis años de escuela: salir de casa temprano por la mañana con mi mochila y encontrarme con otros niños refugiados por el camino. Solo que, en lugar de mochilas, parecía que llevábamos la responsabilidad del futuro de nuestras familias sobre nuestros pequeños hombros.
“Me gustaría que la historia de Ali sirviese para dar más apoyo a jóvenes como él. Invertir en ellos es invertir en paz, estabilidad y prosperidad, tanto para su país como para la región”.
Asma Rabi, refugiada afgana que escribe estas líneas.
Miles de jóvenes refugiados han pasado por la escuela de Ali. Forman parte de los 1,4 millones de refugiados afganos registrados en Pakistán, de los cuales casi la mitad son menores de 18 años. Son seres humanos con sueños, pasiones, la ambición de devolver algo a la sociedad en la que viven y de reconstruir su país si es que pueden regresar.
Puede que Afganistán vuelva a estar sumido en la incertidumbre, pero los jóvenes afganos tienen la promesa de un futuro más brillante. Invertir en ellos es invertir en paz, estabilidad y prosperidad, tanto para su país como para la región.