Esta fuerte mujer está aterrada por lo que está sucediendo en la ciudad donde ha pasado la mayor parte de su vida, sobre todo por los civiles que están siendo objetivo de hombres armados en función de su confesión. “Bossangoa siempre ha sido una ciudad donde musulmanes y cristianos hemos convivido. Debería seguir siendo así”, subraya, añadiendo que si la continúa la violencia, “la ciudad se arriesga a perder su identidad, su alma”. Sus palabras significan mucho para una comunidad mixta en la que todos se están viendo afectados por un conflicto que ha dejado a casi 840.000 personas desplazadas dentro del país.
Casi 1.000 ciudadanos musulmanes de la ciudad han huido de Bossangoa desde el pasado mes de diciembre, cuando los soldados antibalaka comenzaron a asesinar civiles según sus creencias religiosas. Estas personas han buscado refugio en otras zonas de la ciudad o en Chad, y los que siguen allí, unas 225 familias musulmanas en École Liberté, necesitan protección.
Esta situación se repite en todo el país, donde pequeños grupos de personas siguen en sus hogares, a pesar del riesgo que eso conlleva para sus vidas, y donde decenas de miles de centroafricanos están huyendo.
ACNUR está muy alarmado por la deteriorada situación humanitaria en la República Centroafricana y preocupado por el bienestar de los desplazados en Bossangoa.
“Estamos aquí para escucharles, ser testigos de lo que ocurre y tomar acción abogando por soluciones”, dice Jean Maturim, un trabajador nacional de ACNUR, añadiendo que la Agencia de la ONU para los Refugiados ha estado visitando regularmente a los desplazados en École Liberté y en la Iglesia católica romana de Bossangoa desde comienzos de año, llevando un mensaje de reconciliación. Gracias a estos esfuerzos, ambas comunidades religiosas han solicitado llevar a cabo encuentros y talleres para ambas comunidades.
Zenabou se ha sentido en su medio en estos concurridos encuentros, recordando a los participantes la larga tradición de armonía y coexistencia pacífica de las comunidades. Pero al finalizar una de las reuniones, Zenabou confiesa entre lágrimas al ACNUR sus temores y dice que se siente atrapada. “Como vosotros estáis aquí esos abrazos no pueden matarnos” advierte.
Sus preocupaciones son reales. Los matones y las milicias antibalaka deambulan por las calles, a veces por delante de la escuela, y gritan amenazas a las familias que hay dentro. Las tropas internacionales de mantenimiento de la paz impiden que entren, así como la presencia de agencias como ACNUR y los Servicios Católicos de Ayuda, pero la situación es aterradora para los que están dentro de la escuela y también es un recordatorio diario de los peligros que acechan.
“Estamos aquí como testigos de la comunidad internacional, que juega un papel esencial a la hora de reunir a estas personas, encontrar soluciones y evitar que conflictos como este empeoren”, explica Josep Zapater, un oficial de protección de ACNUR.
En este sentido, los equipos de ACNUR sienten un profundo respeto por las comunidades que luchan por la convivencia, como la comunidad de École Liberté, sobre todo a Zenabou y su amor por la ciudad. Esta hija de un comerciante camerunés e inmigrante de Níger nació en Berbérati, en el suroeste de la República Centroafricana. Después se trasladó a Bossangoa, donde se casó a la edad de 13 años y tuvo que trabajar duro para mantener a sus hijos.
Aunque la vida no ha sido fácil para ella, explica que ha sido feliz viviendo en Bossangoa: ha hecho muchos amigos y sus hijos son de allí. “Ellos son lo más importante para mí, por eso no quiero que tengan que desplazarse nunca más”, subraya.
Zenabou fue desplazada en dos ocasiones antes: una vez en 2003, durante el golpe de estado que llevó al poder a François Bozizé, y después en marzo de 2013, cuando los seleka depusieron al presidente. En ambas ocasiones huyó a los bosques con vecinos cristianos. “Fue un momento terrible en la vida de mi familia; las fuertes amistades que teníamos con otros desplazados nos mantuvieron vivos”, recuerda.
Esos lazos de amistad siguen siendo igual de fuertes, a pesar de la violencia que les rodea. Los amigos de Zenabou en Bossangoa, muchos de ellos cristianos, siguen siendo un pilar para ella. Una amiga suya, Marie, también huyó de su casa y buscó refugio en la iglesia. Como para Zenabou es demasiado peligroso abandonar la escuela, Marie le trae a ella y a sus hijos verduras frescas y fruta y se queda para charlar con ella.
Aunque el poder de amistades como ésta reaviva la esperanza, algunos temen que sea ya demasiado tarde para Bossangoa y para la República Centroafricana, a menos que la comunidad internacional trabaje conjuntamente para restaurar la paz y una gobernanza efectiva.
Pero Zenouba es una mujer que nunca se rinde. “Bossangoa es mi hogar”, dice, “y siempre lo será”.
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