Uno de los derechos inherentes al ser humano recogidos en la Declaración, el derecho a la educación, se ha convertido en un verdadero sueño en algunos lugares del mundo para niños como Samia.
Samia tiene 10 años, es tímida, pero habla con claridad mientras sonríe. A pesar de que su familia es de Afganistán, ella y sus 8 hermanas nacieron en Pakistán como refugiadas. En el país oriental hay un millón y medio de refugiados registrados más otro millón, aproximadamente, que no lo están. La mayoría llegó en la década de los 80 y los 90 por lo que llevan más de 30 años en el país. En estas circunstancias, solo el 20% de los niños y niñas tenían la oportunidad ir a la escuela. Lamentablemente, en los últimos años los fondos se han visto recortados y el número de los que van ahora es anecdótico. Samia es una de las pocas afortunadas. Es feliz, aunque el hecho de saberse tan especial le hace sentir una enorme responsabilidad, tal vez demasiada para su corta edad.
Cuando en 1948 la comunidad internacional se reunió, con la esperanza de sentar las bases de una paz duradera tras la II Guerra Mundial, creó uno de los documentos cumbre de la civilización: la Declaración Universal de los Derechos Humanos. En ella estableció que toda persona tendría derecho a la educación. Este derecho sería fundamental, pues su objetivo era el de crear individuos plenamente desarrollados que respetaran y defendieran los derechos y libertades fundamentales y favorecieran la comprensión, la tolerancia y la amistad entre todas las naciones y pueblos del mundo.
Desgraciadamente y a pesar de que los esfuerzos desde entonces han sido enormes, aún queda mucho por hacer. Según la UNESCO, cerca del 16% de la población mundial es analfabeta, 263 millones de niños y jóvenes no están escolarizados y 61 millones de niños y niñas en edad de acceder a educación primara no lo hacen, la mayoría de ellos en países pobres y/o en conflicto.
La hermana mayor de Samia espera para ella un futuro mejor: “Yo nunca pude ir a la escuela. Me casé cuando aún era muy joven y no quiero que a ella le suceda lo mismo. Alberga mucha esperanza en su corazón.”
En septiembre de 2015, con la firma de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible 4, la comunidad internacional reconoció que la Educación era básica para lograr los 17 objetivos establecidos en ella. Por lo tanto, se debía garantizar el derecho a la educación que fuera “inclusiva y equitativa de calidad” y que además promoviera “oportunidades de aprendizaje permanente para todos”, aceptando, según la Declaración de Incheon, aprobada en el Foro Mundial sobre la Educación en mayo de 2015, que esta “es un bien público, un derecho humano fundamental y la base para garantizar la realización de otros derechos. Es esencial para la paz, la tolerancia, la realización humana y el desarrollo sostenible”.
Al volver a casa, Samia no descansa, se sienta con sus hermanas y le enseña la lección del día. Que ella asista a la escuela le cuesta a la familia apenas 50 céntimos al mes y sin embargo para una familia tan pobre es un gran esfuerzo, así que a pesar del cansancio lucha por compartir lo que aprende con los demás. En una situación como la de ella y la de los otros muchos millones de refugiados y desplazados que hay en el mundo, la educación no es un asunto secundario pues es justamente lo que podría romper el ciclo de pobreza, violencia y desigualdad.
“Tengo muchos sueños”, dice Samia, con la voz quebrada, pero mirando hacia el frente como si en ella se materializara toda la fuerza y dignidad humana. “Cuando sea doctora, no dejaré a mi familia en una situación tan mala. Me los llevaré muy lejos de aquí”, concluye. En su testimonio asoma la esperanza.
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