Abdulahi Haji Hassan observa las caras agotadas y confusas de su familia y contempla el precio que la sequía y el hambre se ha cobrado en sus vidas. Su hijo de dos años, Madey, deja caer su cuerpo sobre el pecho de su madre.
Fama, la hija de cuatro años de Abdulahi, está cubierta del polvo de los 27 días de camino a través del clamoroso desierto desde su hogar cerca de Baidoa, en el sur de Somalia, hasta la frontera keniana. Sus lágrimas han formado regueros en su cara polvorienta. Haway, su mujer, aprieta los labios cuando piensa que pueden pasar años hasta que vuelva a ver su casa.Pero Abdulahi ha hecho un cálculo del cambio en su vida: “mi casa ya no es más que polvo y hambre” dice, “no puedo volver allí”.
Echar a andar para buscar refugio no era una cuestión de elección. El sustento de la familia dependía de los animales. Las 70 cabras y 30 vacas de Abdulahi enfermaron y fueron muriendo una por una a medida que la peor sequía que se recuerda les privaba de agua y comida. El ganado era considerado hasta cierto punto parte de su extensa familia, y su pérdida fue una catástrofe para ellos.
Cuando murió la última vaca, todo el mundo supo que los niños serían los siguientes. La madre de Abdulahi le recomendó que abandonara la aldea. “No quiero que tus hijos mueran de hambre”, le dijo. “Ve donde puedas a conseguir ayuda, y yo rezaré para que lleguéis sanos y salvos allí”.
La familia Hassan es una de los 1.300 refugiados que llegan cada día desde Somalia a los alrededores de los campos de Dadaab, en el noroeste de Kenia, entre ellos Dagahaley. La capacidad de ACNUR para acomodar a las personas recién llegadas mejora cada día, pero gestionar una ciudad de 400.000 refugiados no es tarea fácil. ACNUR y el gobierno de Kenia han dado grandes pasos, pero se necesitan muchos recursos para proteger a los más vulnerables, ofrecerles cobijo y atender sus necesidades médicas.
El viaje
Para aquellos que huyen de Somalia el primer -y quizás el más doloroso- paso que dan es el viaje en sí mismo. La familia de Hassan emprendió su viaje con otras siete familias más. Cogieron todo lo que les quedaba en este mundo: un carro tirado por burros hecho con ejes de coches desechados, una bolsa de maíz molido y un recipiente de plástico con agua.
Descansaban durante el día y caminaban por la noche. Después de una semana, todos los días eran iguales. “Todas las noches que viajas son iguales. No hay una noche buena ni una mala. Sólo hay noche” dice Abdulahi. “Piensas en la situación de tus hijos, cuál de ellos te preocupa más. Yo estaba preocupado por el más pequeño, claro”. Los niños comían pequeñas cantidades de maíz y agua y los padres ninguna.
Cuando no está pensando en sus hijos, los recuerdos de Abdulahi vuelven a su madre. Esta ha sido la primera vez que se ha separado de ella. Era demasiado mayor para sobrevivir al trayecto, incluso viajando sobre el carro tirado por burros. “Me dijo que rezaría por mí. Me dijo que llegaría a salvo a mi destino” dice Abdulahi.
Pese a que ella se quedó con otro de sus hermanos, los pensamientos sobre su madre se arremolinan en la mente de Abdulahi Haji Hassan: “¿Le faltará algo para comer? ¿Estará enferma? ¿Morirá antes de que yo pueda regresar a casa de nuevo? No lloré pero estaba muy preocupado”.
A medida que se acercaban a la frontera con Kenia, el grupo empezó a encontrarse con asaltantes. Armados con rifles de asalto AK-47 los ladrones registraron cada saco que llevaban. “Cuando no encontraron nada empezaron a golpearnos con la culata de sus rifles” relata Abdulahi. Uno de sus hermanos acabó con dos costillas rotas.
La recepción
Son las siete de la mañana y los recién llegados se amontonan frente a la entrada del centro de recepción del campo de refugiados de Dagahaley. Una mujer mayor tose quejándose de una enfermedad. Mariam Mohamud, de 30 años, ha dado a luz a una niña durante la noche. La sostiene en sus brazos, envuelta en una tela roja.
Los trabajadores sanitarios de Médicos sin Fronteras, contraparte de ACNUR en la zona, hacen un reconocimiento a la madre y al bebé y las llevan a la clínica del centro de acogida. Hassan Abdi normalmente presume de poder mantener su profesionalidad, pero ahora su emoción se puede leer en el rostro del médico.
Se acerca a la diminuta niña y la sostiene delicadamente entre sus manos. Después de unos minutos respira aliviado. “Esta niña está bien”, dice. Su madre está agotada y todavía tiene que ponerle nombre a la pequeña. Finalmente se decide por Mariam. Madre e hija son trasladadas en ambulancia en dirección al hospital local, junto a Muhammed Abdulahi, que sufre desnutrición severa. Después de dos años de vida, Abdulahi sólo pesa cinco kilos –un poco más que la mayoría de los bebés recién nacidos-.
Mientras tanto, funcionarios del gobierno de Kenia registran a los recién llegados al tiempo que ACNUR y sus socios los asisten ofreciéndoles comida y material no alimentario. Madres, padres e hijos pasan por un control donde se les toman las huellas dactilares e información esencial sobre ellos, que se introduce en una base de datos de un ordenador de ACNUR. El proceso es fundamental para el seguimiento del flujo de solicitantes de asilo y para garantizar que todos los que necesitan ayuda puedan conseguirla.
En fila, las familias se sientan juntas en silencio. Es un momento de relativa paz dentro de una existencia marcada por la desesperación. En 90 minutos, ACNUR y sus socios toman los datos de los refugiados, les ofrecen la asistencia médica inicial, les dan comida y otros materiales e identifican a los más vulnerables.
“No te engañes con la tranquilidad”, dice Roger Taylor, un oficial de campo de ACNUR en Dagahaley. “La razón por la que hay calma es porque estamos muy bien organizados y porque estos refugiados están exhaustos”.
David Owalo Magolo, de 48 años, ha trabajado en los campos de Dadaab desde 1996. Nunca ha sido testigo de una emergencia tan crítica como la que estamos enfrentando ahora. “Las mujeres y los niños han sufrido terriblemente. Cuando emprenden su viaje hacia Kenia a menudo tienen que llevarse a bastantes niños con ellas. Avanzan medio kilómetro con un niño, le dejan en el suelo y vuelven a recoger al siguiente”.
Los rostros de los refugiados se han quedado marcados en la mente de David, y cree que es sólo una cuestión de tiempo hasta que aparezcan en sus sueños. Hace un esfuerzo por concentrarse en los otros momentos vividos en esta crisis: aquellos que le provocan un sentimiento de orgullo y esperanza.
“El mejor momento del día es cuando ves que alguien ha sido recibido en el sistema”, dice. “Se les da comida y ropa…hemos analizado su estado de salud, tienen comida, materiales no alimentarios como ollas y sartenes para cocinar. Tienen algo con lo que empezar”.
Los miembros de la propia comunidad local de refugiados, muchos de los cuales han vivido en los campos de Dadaab durante casi 20 años, también han querido ayudar. “Cuando vimos a los refugiados que llegaban, los miembros más jóvenes y la comunidad dentro de los campos decidieron que ellos tenían que ayudar”, declaró un refugiado de 38 años, Mahat Ahmed. “Le dijimos a la gente, “si tienes dos camisetas, da una. Si tienes dos pares de zapatos, da uno de ellos”.
El cómo los refugiados dieron lo poco que tenían se fue extendiendo de boca en boca hasta otras zonas de la diáspora somalí. Pronto, hombres de negocio somalíes y otros, desde Nairobi hasta Norteamérica, comenzaron a contribuir a la causa. Cada día llegan a los campos de refugiados algunos camiones cargados de leche, galletas y ropa, que son distribuidos en bolsas de plástico a las familias.
Estos refugiados ven su esfuerzo no como un único acto, sino como una señal para todos los que quieren ayudar. “Es una cuestión de fe”, dice Barre Osman, refugiado de 24 años, que distribuye leche y galletas. “Los corazones humanos están conectados, y nuestros corazones aquí son uno. Todos venimos de Adán y Eva y todos somos hermanos y hermanas”.
Por Greg Beals en el campo de refugiados de Dagahaley, Kenia