Cuando en 1944 los ejércitos soviético y estadounidense liberaron Europa, avanzando uno desde el este y el otro desde el oeste, encontraron, en las zonas controladas por el ejército nazi, decenas de campos de prisioneros llamados lager. La sorpresa inicial dio paso al horror cuando, poco a poco, fueron descubriendo las atrocidades que se habían cometido en ellos.
En enero de 1945, los rusos liberaron Auschwitz, uno de los lager de mayor tamaño. Por él habían pasado millones de personas; sin embargo, ya solo quedaban algunos miles de prisioneros. A pesar de esa ausencia, el exterminio estaba expuesto en los objetos que permanecían allí: cientos de miles de trajes de hombre, ochocientos mil vestidos de mujer, seis mil trecientos kilos de cabello humano y otras tantas cosas más testigo de la ausencia.
Esa experiencia dejó severamente trastornados a los que se encontraban en la primera línea de la liberación. Algo en ese registro humano y material les produjo una multitud de sensaciones que superaban la visión en sí y los conectaba directamente con la raíz de su humanidad, haciendo surgir un oscuro malestar frente a lo antinatural de aquel horror.
Esos sentimientos ante la violencia extrema ejercida sobre los otros nos muestran cómo los derechos humanos no son simplemente documentos legales, sino que forman parte de una disposición de los sujetos hacia los demás, un conjunto de convicciones sobre la distinción entre el bien y el mal. Sabemos que se trata de derechos humanos cuando “nos sentimos horrorizados ante su violación”, dice la historiadora Lynn Hunt.
El estremecimiento que recorrió a la humanidad cuando se fueron conociendo los detalles de lo que había ocurrido allí era posible gracias a una serie de acontecimientos que habían venido fraguando, desde hacía siglos, un estado de ánimo individual y social.
La primera proclamación de los derechos humanos se produjo en 1776 con la Declaración de Independencia de Estados Unidos. En ella, Jefferson escribía: “Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”.
Trece años después, durante la Revolución francesa, hubo la necesidad de una declaración que tuviera una plasmación legal. Es así que La Fayette, veterano de la Guerra de Independencia de los Estados Unidos y amigo de Jefferson, redactó un borrador, que después sería aprobado por una joven Asamblea Nacional, en el que hablaba de los “derechos naturales, inalienables y sagrados del hombre” como fundamento de toda forma de gobierno. Pero, tal vez lo más llamativo de este documento se encontraba en la universalidad de las afirmaciones, gracias a las cuales, como dice Hunt, durante casi dos siglos “la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano simbolizó la promesa de unos derechos humanos universales”.
Y aunque es difícil concretar exactamente qué son los derechos humanos, sí podemos decir que para existir necesitan tres cualidades entrelazadas:
Solo adquieren un verdadero sentido cuando tienen contenido político o, dicho de otra manera, cuando son garantizados por el orden social establecido. Por ello necesitan de la participación activa de quienes los poseemos y de nuestra capacidad para, por una parte, aceptar la autonomía del otro, esto es, el sentido de la separación y la sacralidad del cuerpo y por la otra, ser capaces de reconocer que de algún modo fundamental los demás son iguales a nosotros. “Los derechos humanos dependen tanto del dominio de uno mismo como del reconocimiento de que todos los demás son igualmente dueños de sí mismos” y, justamente, “el desarrollo incompleto de esto último es lo que da origen a todas las desigualdades”, escribe Hunt.
Como vemos, es complicado precisar qué son exactamente los derechos humanos. No obstante, podemos decir que, sobre todo a partir de su proclamación en 1948, son el instrumento mediante el cual la humanidad intenta establecer las condiciones esenciales para garantizar la dignidad humana y lograr que todas las personas vivan en libertad, justicia y paz, aunque necesitan un compromiso constante para velar por ellos.