©ACNUR/UNHCR/Gordon Welters. Mohamad hace juegos de magia para ayudar a que otros refugiados se recuperen y olviden sus traumas. El exilio es una situación que pone a...
©ACNUR/UNHCR/Gordon Welters. Mohamad hace juegos de magia para ayudar a que otros refugiados se recuperen y olviden sus traumas.
El exilio es una situación que pone a prueba la capacidad de supervivencia de las personas. Huir de una guerra supone empezar de cero en un lugar distinto, desconocido y al cual es difícil adaptarse.
El exilio suele ser causa directa de emociones como la tristeza y la pérdida, lo cual obliga a que cada persona emprenda un proceso de duelo que les ayude a mitigar el dolor.
Algunos lo hacen a través de actos como la fundación de pueblos que de alguna manera honren la memoria de lo perdido. Es el caso de los refugiados burundeses que en los últimos años han llegado a Uganda huyendo de la guerra y que, recientemente, se han establecido en una ciudad bautizada como Nueva Buyumbura, en recuerdo de su ciudad natal, Buyumbura, capital de Burundi.
Pero si se trata de formas de enfrentarse al destierro, cada uno tiene su manera. O al menos así es en los casos de Abdillahi Bashraheel y Mohamed Al-Nazer , dos refugiados que día a día intentan sobreponerse a lo perdido:
Antes de llegar al campo de refugiados de Markazi, en el oeste de Irán, Abdillahi era inspector de carreteras en una zona rural de Yemen. Su función era caminar durante horas bajo un calor sofocante para inspeccionar las rutas.
Su principal afición era coleccionar monedas. Llegó a tener cientos de ellas, hasta el día en que estalló la guerra en Yemen y tuvo que marcharse.
© ACNUR/ A.Abdelkhalek. El refugiado yemení Abdillahi Bashraheel a la entrada de su “museo de las curiosidades” en el Campamento de Markazi, en Yibuti.
Ahora, en Markazi, a sus 63 años, combina estas dos actividades: camina durante horas en las inmediaciones del campo de refugiados y aprovecha para coleccionar las cosas más raras que encuentra en su camino: desde piedras, semillas y juguetes viejos hasta un casco militar abandonado.
Su particular museo, instalado en su pequeña vivienda, es visitado por niños y adultos del campamento de Markazi. Abdillahi aprovecha para insistirles en la necesidad de seguir adelante y a ser productivos aun en medio de las dificultades del destierro. “Las cosas bonitas hacen feliz a la gente —afirma—, y esto me hace feliz a mí”.
Mohamed al-Nazer, de apenas 21 años, llegó con su familia a Budapest en 2013 gracias a que su padre, un reputado médico en Siria, había estado en Hungría en su época de estudiante, en la época comunista del país.
Sabe que han sido afortunados, pues la guerra en su país no se cobró la vida de ninguno de sus allegados, y eso ya es para él un motivo para seguir adelante.
©ACNUR/UNHCR/Gordon Welters Mohamad estudiará animación en la Universidad Metropolitana de Budapest, en un curso patrocinado parcialmente por Walt Disney Company.
Aunque el próximo curso ingresará en la universidad a estudiar animación, Mohamed es un apasionado de la magia. Sabe algunos trucos desde pequeño, pero solo cuando realizó un espectáculo ante un grupo de refugiados en Budapest tuvo la plena certeza de que quería dedicarse a ello. “Todos los refugiados sonreían, incluso después de haberlo pasado tan mal”, cuenta Mohamed sobre aquel día.
Desde su llegada ha servido de traductor a otros sirios que han ido también a Hungría con el objetivo de empezar de cero. Mientras tanto, él sigue empeñado en sacarles una sonrisa con sus presentaciones y, a la vez, en hacer más llevadera su estancia lejos de casa.